2 de julio de 2010

JUSTICIA PENAL EN LA GUERRA CIVIL (1936-39)

Por Juan Antonio Alejandre, catedrático de Historia del Derecho, Universidad Complutense de Madrid (Revista de Historia 16, fascículo 14 de la serie "La Guerra Civil", 1986).

Suele decirse del Derecho Penal que es la rama del Derecho más sensible a los grandes acontecimientos de toda índole que jalonan la historia política de un país. De la justicia penal puede, asimismo, predicarse que refleja fielmente el régimen político imperante.

Durante la guerra civil española, que supuso no sólo un enfrentamiento bélico, sino también ideológico entre dos concepciones filosóficas del Derecho, es claro que habían de observarse simultáneamente sistemas antagónicos de justicia penal mediante los que los respectivos gobiernos de cada zona trataban de mantener o restablecer su particular concepto del orden.

En las páginas que siguen trataremos de exponer, aun cuando en forma necesariamente resumida, en qué medida la situación de guerra ha producido transformaciones jurisdiccionales en el ámbito penal, al dar lugar a nuevas leyes e instituciones que hicieron posible una justicia de guerra en cada bando, de peculiares connotaciones y características, aunque coincidente en ciertos aspectos en cuanto impuesta por una situación común de guerra: así, en ambos casos se estableció un procedimiento de urgencia—sumarísimo—, radical, exento de las suficientes garantías de defensa para el acusado, y aplicado por tribunales especiales que asumieron amplias competencias.

De otra parte, como ha escrito el procesalista Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, autor de un tan documentado como imparcial estudio sobre el tema —«Justicia penal de guerra civil», en Ensayos de Derecho Procesal civil, penal y constitucional, Buenos Aires, 1944—, del que inevitablemente es en parte tributario este artículo, los sectores sobre los que recayó en cada bando la responsabilidad en el mantenimiento y en la defensa de las respectivas ideologías, es decir, el pueblo, en la concepción revolucionaria del término, en un caso, y el ejército, en el otro, tuvieron un común protagonismo en la función de juzgar, hasta el punto de que, aunque carentes unos y otros de formación jurídica, desplazaron a los magistrados profesionales.

En efecto, legos en Derecho integraron mayoritariamente los denominados tribunales populares en la zona republicana y los consejos de guerra de la nacional, principales instituciones responsables de la jurisdicción penal de cada bando.

LA JURISDICCIÓN PENAL EN LA ESPAÑA REPUBLICANA

Con anterioridad al Alzamiento del 18 de julio de 1936, las causas criminales eran sustanciadas bajo la República a través de alguno de los siguientes órganos:

a) Mediante tribunales de jurados, cuya regulación sustancial seguía siendo la vieja ley de 1888, restablecida en 1931 y modificada ese mismo año en 1933. Una de esas reformas consistió en la sustracción a su competencia de una importante relación de delitos. Se trataba así de corregir los defectos apreciados en el funcionamiento de la institución, aunque en el fondo tal medida respondía a la desconfianza progresivamente sentida tanto por el Gobierno de la República como por el Parlamento hacia el principio de participación ciudadana en la administración de la justicia en general y hacia el jurado en concreto.

b) Esa misma limitación de competencias al jurado determinó la creación de tribunales especiales, integrados por magistrados (tribunales de Derecho propiamente dichos), a los que hubo de corresponder el conocimiento de algunos de los delitos en cuestión. Este era el caso de los tribunales de urgencia, creados por la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933, a los que se atribuyó el enjuiciamiento de delitos de asesinato, homicidio, los penados por la ley de explosivos de 1894 (delitos cometidos mediante explosivos con móvil terrorista), rebelión, sedición y delitos contra la forma de Estado, todos los cuales habían sido sustraídos de la competencia del jurado del día anterior. Tribunales de Derecho, integrados sólo por jueces profesionales, y de carácter ordinario seguían conociendo del resto de causas criminales, tanto de aquéllas que nunca fueron confiadas al jurado como de las suprimidas de su competencia y no atribuidas expresamente a tribunales de Derecho especiales.

c) Finalmente, existían tribunales militares, cuya competencia fue progresivamente ampliada durante la Dictadura de Primo de Rivera a costa de la jurisdicción común, y reducida por la Constitución de 1931 al limitar su jurisdicción a delitos militares, de servicio de armas y de disciplina.

Ese panorama se vio alterado sustancial-mente a partir de la sublevación militar de julio de 1936, como consecuencia de la creación inmediata de los ya citados tribunales populares, que constituyeron la principal innovación en el orden jurisdiccional, cuya necesidad se justificaba por la propia situación bélica, y cuyas consecuencias fueron trágicas en la España republicana.

Se comprendían bajo tal denominación genérica diversos órganos jurisdiccionales que, inspirados en el sistema de los tribunales de jurados, se diferenciaban de éstos esencialmente en la circunstancia de que la elección de sus miembros se veía mediatizada por consideraciones políticas y no respondía a los criterios participativos generales característicos del jurado, de forma que, a través de esta vía, se constituía un tribunal excepcional y revolucionario, ante el cual .el acusado se encontraba desprovisto de las necesarias garantías de imparcialidad.

Su nacimiento se registra entre los meses de agosto y octubre de 1936, impulsados casi al mismo tiempo por el Gobierno central y, con mayor radicalismo, por la Generalitat de Cataluña. Se inician con la creación, por Decreto de 23 de agosto, de un tribunal especial que se circunscribía territorialmente a Madrid y debía formarse por tres funcionarios judiciales y 14 jurados, siendo su competencia los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado desde el 18 de julio, materias de cuyo conocimiento había sido genéricamente privado el tribunal ordinario del jurado.

Pero, en contra de la genuina naturaleza y razón de ser de éste, el Decreto citado establecía que los jueces populares debían ser designados por los partidos políticos integrantes del Frente Popular y por los sindicatos afectos al mismo, correspondiendo a cada uno de aquéllos y de éstos proponer, por rotación entre ellos, dos miembros o jurados. Faltaba, pues, el principio democrático y liberal que latía en el auténtico jurado y el factor aleatorio en la designación de los jueces populares. El nuevo tribunal excepcional, que en casos de urgencia podía constituirse con un sólo magistrado, redujo a ocho el número de jurados en noviembre del mismo año.

El ejemplo del tribunal especial para Madrid pronto se generalizó a todas las provincias. Su existencia era justificada por la necesidad de dar entrada en los tribunales de justicia al pueblo que defiende la República, vertiendo por ello su sangre generosa, y con ellos se pretendía que el aliento popular sea eficaz soporte de las resoluciones de los juristas y que el pueblo, representado por sus órganos de opinión, sienta su propia responsabilidad al imponer a los culpables pública y motivadamente la sanción adecuada.

Pese a la manifiesta composición sectaria de los tribunales populares, que condicionaba a priori su actuación y favorecía un juicio parcial, el 5 de octubre el ministro de Justicia, Mariano Ruiz Funes, en su discurso de apertura de los tribunales, los elogiaba por ejercer, según su parecer, una auténtica justicia que ha sabido desprenderse de todo impulso pasional y recoger con serenidad y con las obligadas garantías las agudas inquietudes del instante.

En consonancia con tan fantástica opinión, días antes fueron ampliadas las competencias de los tribunales especiales al conocimiento de delitos militares o comunes que se cometieran tanto por militares como por paisanos, con ocasión de operaciones de campaña o en territorio donde estas operaciones se realizasen y que, por la índole de la infracción, fueran susceptibles de perturbar el normal desarrollo de dichas campañas. Y en seguida se les incorporaron las nuevas competencias sobre delitos de traición y espionaje, lo que suponía obtener casi un monopolio de la jurisdicción penal, especialmente en zona de guerra.

Otros tipos de tribunales populares de justicia fueron creados en los meses siguientes. En octubre se establecieron los llamados tribunales de urgencia (de naturaleza y función distintas a los del mismo nombre creados en 1933), integrados por un juez de carrera, como presidente, y dos jueces populares designados por el sistema expuesto. Su función era la de juzgar aquellos hechos (difundir falsos rumores o dificultar de cualquier otra manera el cumplimiento de las órdenes de las autoridades en lo referente a defensa, abastecimientos, sanidad, consumo, etcétera), que, aun sin revestir en sí carácter de delito, revelaran, por su naturaleza, hostilidad o desafecto al régimen y crearan un estado de peligrosidad. Iniciada también su implantación en Madrid, poco tiempo después se extenderían, a impulsos del ministro de Justicia, Juan García Oliver, a casi todas las provincias aún sometidas al Gobierno de la República.

También en el mes de octubre se fundaron para Madrid tres jurados de guardia, con plena jurisdicción y función permanente, formados por un juez de carrera, como presidente, y seis jueces populares, también nombrados por el método señalado, y a los que correspondía conocer de los delitos que se definieran en los bandos dictados por el Ministerio de la Gobernación, aplicando mediante procedimiento sumarísimo las penas del Código de Justicia Militar.

Y aún seguirían el tribunal de responsabilidades civiles, creado el 23 de septiembre para exigir las indemnizaciones derivadas de los delitos relacionados con el movimiento rebelde, y los tribunales especiales de guerra, en febrero de 1937, en los que la sección jurídica era sustituida por el delegado del comisario general de guerra del sector en que tuvieron lugar los hechos juzgados.

Especial relevancia tuvo en Cataluña el proceso de creación de tribunales revolucionarios de justicia, ya que a las lógicas repercusiones de los impulsos recibidos desde el Gobierno central se unían en territorio catalán una preponderancia de elementos anarquistas y un propio proceso interno de renovación y reforma de la administración de justicia que convergía igualmente en la aparición de diversas formas de tribunales populares.

Valoración

El conjunto de los nuevos tribunales descritos privó de sus principales competencias a los preexistentes órganos jurisdiccionales, que quedaron así como residuales.
Diversas circunstancias pudieron servir de argumento —aunque fácilmente rebatible— a la creación de los tribunales populares. Según Alcalá-Zamora serían aquéllas la desconfianza de las izquierdas hacia los jueces profesionales que no supieron o no quisieron adaptarse al régimen republicano; la inadecuación del jurado ordinario, por su complicado mecanismo, para administrar una justicia rápida y ejemplar; el hecho de que la entonces vigente ley del jurado no supeditaba la capacidad para ser juez popular a una determinada ideología política, lo que hubiera podido dar lugar a la constitución, por obra del azar, de tribunales mayoritariamente no sometidos, e incluso contrarios ideológicamente al Frente Popular, y la dificultad de constituir, al revés que en el bando nacionalista, tribunales de guerra, ya que los militares en su mayor parte se habían sublevado, eran sospechosos o los adictos eran necesarios en el frente de batalla.

En resumen, se trataba de organizar una justicia que gozase de toda la confianza del Frente Popular, que, por las causas señaladas, recelaba de los jueces profesionales, del jurado ordinario y de la jurisdicción militar. A todo ello tal vez hubiera de agregarse el deseo de someter a una mínima regla la presión popular, ofreciendo una alternativa tanto a la justicia oficiosa que ejercían algunas autoridades al margen de la ley como a la venganza privada, habitual en todo clima de enfrentamiento bélico, ambas más difícilmente controlables por los poderes públicos.

No han faltado, sin embargo, elogios hacia la Justicia popular, sobre todo por parte de quienes, en aparente valoración objetiva pero bajo la cual es fácil advertir una apreciación ideológica y partidista, se han esforzado, enmascarando la realidad, en proclamar que la actuación de los tribunales del pueblo fue responsable y rigurosa o han ensalzado, como dato meritorio, su carácter clasista y revolucionario. En esta línea pueden recordarse las declaraciones al periódico La Humanitat, de 15 de octubre de 1936, de José Tarradellas, para quien los tribunales populares ofrecían garantías suficientes para llevar a término una correcta investigación y depuración de la retaguardia, y de Andrés Nin, según el cual aquéllos serían tribunales de clase que harán la justicia de la clase obrera.

Pero, por encima de estas valoraciones aisladas es evidente que, en el clima de pasión y de odio que imperaba en el país era imposible que tribunales claramente anticonstitucionales respecto de su composición y naturaleza, integrados por ciudadanos que participaban especialmente de aquellos sentimientos y hacían gala de su sectarismo político, pudieran actuar con imparcialidad y respetar las garantías de defensa jurídica de sus enemigos políticos, a quienes habían de juzgar.
Era, de entrada, sectaria la consideración de que sólo los militantes activos de las organizaciones políticas y sindicales mencionadas eran el pueblo y que solamente ellos estaban capacitados para hacer justicia. Incluso el mismo ambiente de las salas en que se constituía y juzgaba el tribunal popular —con frecuencia un improvisado local de espectáculos; en algún caso, a bordo de un viejo navío convertido en prisión— no favorecía la independencia de criterio frente a la presión de los sectores más exaltados. En suma, a través de los tribunales populares en sus diversas formas, la justicia se ejerció en la España republicana bajo un inevitable condicionamiento y de manera implacable, destacando en su actuación el frecuente empleo de medidas de seguridad impropias de un régimen que se tildaba de progresista, tales como las colonias de trabajo en común y los campos de trabajo; el hecho de juzgar sin otro criterio que la propia inspiración —no hay otra norma y otro código que la justicia revolucionaria, se proclamaba—, lo que otorgaba un amplio arbitrio judicial en orden a la graduación de penas; y, sobre todo el normal, recurso de la pena de muerte, en consonancia con la deformación monstruosa de la tipicidad delictiva operada por el odio social y por el fanatismo político, máxima sanción, de hecho, contra la discrepancia ideológica y contra conductas que no constituían en realidad delito, pero que fácilmente eran presentadas como pruebas de peligrosa hostilidad contra el régimen. La siguiente estadística es elocuente: sólo a comienzos de enero de 1937, el primero de los tribunales populares de Barcelona había juzgado a 228 jefes y oficiales, de los que sólo 18 fueron absueltos, 14 condenados a penas correccionales (inferiores a seis años), 76 a penas aflictivas (superiores a seis años) y 120 condenados a muerte.

La frecuente condena a la pena capital dio lugar a que en octubre de 1936 se creara en Cataluña un organismo encargado de examinar tales condenas, compuesto por los presidentes de los cuatro tribunales populares de Barcelona y por dos fiscales de esos mismos tribunales, pero dos meses después se puso fin a este recurso, sustituido por la menos relevante obligación de comunicar la imposición de pena de muerte al Gobierno de la Generalitat y no ejecutarla inmediatamente, sino en un plazo de doce a veinticuatro horas tras su notificación al condenado, en Barcelona, y de veinticuatro a cuarenta y ocho horas fuera de la ciudad. Con ello se trataba de evitar actuaciones incontroladas, precipitadas y de consecuencias irreversibles.

En resumen, es preciso constatar que los tribunales populares adolecieron de importantes vicios desde su constitución. Ello, unido a la ausencia de un oportuno sistema de recusaciones de jurados y a la inapelabilidad de la sentencia, completaba el panorama de indefensión del acusado ante unos jueces que eran, ante todo, sus enemigos políticos.





LA JURISDICCIÓN PENAL EN LA ESPAÑA NACIONALISTA



Como sucedió en la España republicana, aunque desde planteamientos radicalmente opuestos, el sistema de la justicia penal en la zona nacionalista se vio profundamente alterado a raíz del Alzamiento, afectando especialmente los cambios en cuestión a la sustitución del protagonismo popular en la administración de justicia por el protagonismo militar.

En efecto, aun cuando sólo fuera por su carga ideológica y simbólica y por su historia, era evidente que el jurado resultaba incompatible con el nuevo régimen surgido del Alzamiento. Más aún lo sería tras las primeras disposiciones, ya analizadas, de agosto de 1936, que establecieron las primeras formas de tribunales populares, instrumento de represión política en manos del bando enemigo, y derivación, aunque desnaturalizada o espúrea, de la fórmula de justicia por jurados.

Así pues, la Junta de Defensa Nacional Española encontró fácilmente un pretexto para suspender los tribunales jurados en todo en territorio nacional, lo que hizo el presidente de aquélla, Miguel Cabanellas, mediante un Decreto dictado en Burgos el día 8 de septiembre. Su preámbulo contenía la explicación de la medida adoptada: Los defectos inherentes a la institución del jurado, cuya enumeración no es precisa al ser sobradamente conocidos, acrecentados en España por ¡a labor disolvente realizada por el mal llamado Frente Popular que, por todos los medios ilícitos, hizo presa en muchos de sus componentes al objeto de sustituir la recta administración de justicia por una notoria parcialidad en los asuntos atribuidos a su competencia, beneficiosa a sus bastardos intereses, aconseja, en forma indeclinable, la necesidad de suspender el funcionamiento del jurado para que los tribunales de Derecho restablezcan el imperio de la justicia misma, única e imparcial, columna básica en la que ha de sustentarse toda sociedad organizada.

Desde la fecha citada, el territorio español, dividido por tantos conceptos, lo sería también institucionalmente en lo relativo a la administración de justicia. En el territorio nacional, sometido a la jurisdicción de al Junta de Burgos y en el que fuera conquistado en el futuro, las causas criminales, antes atribuidas al jurado, incluso las que estuvieran ya iniciadas en aquel momento, pasarían a ser, según disponía la parte normativa del Decreto, de la exclusiva competencia de los tribunales de Derecho, término éste con el que parece apuntarse una alternativa opuesta a los tribunales populares, pero que se presta a interpretaciones diversas.
Es indudable que el Gobierno provisional rechazaba el principio de la intervención popular en la impartición de la justicia, al menos en la forma como ésta se había organizado hasta entonces, y optaba por unos tribunales integrados de forma distinta. Si, confiando más en una jurisdicción ejercida sólo por magistrados, el Decreto apuntaba hacia el mantenimiento y potenciación de los tribunales de Derecho propiamente dichos, ordinarios o especiales, convertidos en la zona republicana en tribunales residuales —como ya se ha visto—, tal propósito ciertamente no se vio satisfecho, pues pronto se pudo comprobar que la verdadera tendencia del régimen nacionalista no era otra que la de confiar la justicia penal a los militares. Si a aquéllos se refería el Decreto de la Junta de Burgos, la expresión era a todas luces incorrecta (cuestión reiteradamente advertida por el procesalista Víctor Fairén), pues se constituyeron no como tribunales de jueces de carrera, sino como escabinatos o tribunales mixtos en los que predominaba el elemento militar, lego en Derecho, junto a miembros pertenecientes a los cuerpos jurídicos del Ejército o de la Armada, en quienes, por otra parte, la formación militar y el espíritu de disciplina prevalecían sobre el espíritu jurídico y el principio de independencia teóricamente característicos del juez profesional.
Hasta tal extremo recibió impulso la jurisdicción castrense, que ha podido hablarse con propiedad de la casi total absorción de la jurisdicción ordinaria por los tribunales militares, proceso que se llevó a cabo sin necesidad de recurrir a grandes innovaciones legislativas, ya que, aparte de la suspensión —no supresión— del jurado, bastó con utilizar con el más amplio arbitrio el recurso que ya anteriormente tenía la autoridad militar, de poder tipificar delitos a través de simples bandos, así como la atracción de competencias, que derivaba de la intencionada confusión entre estado de guerra (y por consiguiente de los delitos relacionados con dicha situación) y tiempo y zona de guerra (y, por tanto, delitos cometidos en y durante la guerra, lo que encierra un sentido totalizador). Un claro ejemplo de este fenómeno se advierte en el bando del general en jefe del ejército del sur, de 8 de febrero de 1937, que establecía: Quedan sometidos a la jurisdicción castrense todos los delitos cometidos a partir del 18 de julio último, sea cual fuere su naturaleza.

Procedimentalmente, la reorganización de la justicia penal nacionalista se centró en la abreviación de plazos, lo que acentuó el carácter sumarísimo consustancial a la jurisdicción militar. Institucionalmente, las transformaciones afectaron a la creación de los consejos de guerra permanentes y del Alto Tribunal de Justicia Militar.

Los primeros, prematuramente concebidos el 1 de noviembre de 1936 para funcionar en Madrid, cuando se consideraba inminente la toma de la capital, fueron generalizados por un Decreto de 26 de enero de 1937 a todas las plazas liberadas o que se liberen en el futuro. Es fácil advertir el paralelismo respecto de la creación de los tribunales populares —cuyas competencias heredan aquéllos— por el Gobierno de la República, inicialmente para Madrid y a continuación para otras capitales.

En los consejos de guerra los fiscales eran nombrados libremente por el general en jefe del Ejército de operaciones (lo que aseguraba la sumisión del acusador a sus superiores), pero, por el contrario, el acusado no tenía la compensatoria libertad de elegir defensor, puesto que era obligatorio que también éste fuera, en todo caso, militar, lo que ya suponía una limitación al derecho de defensa del acusado.

Vuelve a acertar en su análisis Alcalá-Zamora cuando, al contemplar esta situación, advierte que se creaba una dificultad psicológica de conciliar en las deliberaciones de un consejo de guerra la obediencia jerárquica, regla de oro de la milicia, con la independencia funcional, que es fundamento de la jurisdicción. Esta circunstancia, unida a la falta de preparación jurídica de la mayor parte de los componentes de los consejos de guerra (que no se olvide este dato, se constituían como escabinatos, en los que todos sus miembros se manifestaban sobre cuestiones de hecho y de derecho) y a los prejuicios de casta que sobre el concepto de la justicia solían tener éstos, constituían obstáculos importantes para el imparcial proceder de los tribunales militares, con las consecuencias fácilmente deducibles.

Completaba este panorama la creación por Decreto de 24 de octubre de 1936, el Alto Tribunal de Justicia Militar, compuesto por cinco miembros: su presidente, que habría de ser teniente general o general de división, más dos generales del Ejército, uno de la Armada y un auditor del cuerpo jurídico militar o naval. Era ése el órgano que entendía de cuestiones de competencia y disentimientos (antes facultad del Gobierno), lo que en definitiva acentuaba la militarización de la justicia castrense, en detrimento de su independencia.

El predominio del elemento combatiente (en este caso militar) en la administración de justicia en el campo nacionalista condujo aquí, por consiguiente, a la misma situación a la que llegaron los tribunales populares en la zona republicana: los combatientes de cada lado, en su mayoría legos en Derecho, pero actores y protagonistas de la contienda, fueron los encargados de juzgar a sus enemigos, lo que hacía prever el trágico contenido de sus sentencias.
Justicia de guerra, injusticia en la sangre.

Los excesos cometidos por la mera, aunque rigurosa, aplicación de las leyes a través de las instituciones jurisdiccionales de nueva creación, lo que puede denominarse la justicia oficial, aún fueron superados por una justicia paralela u oficiosa, a la que antes se ha aludido, ejercida al margen de la ley por autoridades políticas, militares o incluso sindicales, cuya función no fue controlada o evitada por los gobiernos de uno y otro lado, a veces por impotencia, a veces porque, a través de estas fórmulas —instrumento de operaciones sucias—, se saciaban los deseos de represalia o se respondía a los más bajos sentimientos de odio que no encontraban satisfacción ni siquiera en las más inicuas leyes creadas bajo condicionamiento bélico ni en los procedimientos oficiales para su aplicación. Así, víctimas de quienes sustituyeron la ley por su mera autoridad fueron con frecuencia simples sospechosos, prisioneros o rehenes, y a veces hasta aquéllos que, habiendo sido previamente juzgados por tribunales oficiales, habían sido absueltos por ellos.
Y aún habría que añadir el no menos atroz balance de la justicia privada que, amparada en el clima bélico, especialmente en los comienzos de la contienda, hizo de la vulgar enemistad, de cualquier anterior ofensa personal o de la envidia de clase, pretextos legitimadores de crueles venganzas, satisfechas directa o impunemente, en unas ocasiones, y en otras por el sistema poco comprometido de denunciar al enemigo ante los tribunales oficiales o ante la justicia oficiosa, acusándole del entonces más peligroso delito, que era ser partidario de la facción contraria.

Probablemente estas últimas formas de justicia tengan en su haber el más elevado número de condenas y ejecuciones. Víctimas de la guerra fueron cuantos cayeron en los frentes de combate luchando por defender unos u otros ideales. Pero víctimas fueron también quienes sufrieron el peso de una justicia de guerra, implacable y vengativa, convertida en generadora de injusticias, no sólo al impedir la defensa en juicio de aquellos ideales, sino también al no garantizar la defensa del primero de todos los derechos, el derecho a la propia vida.