26 de julio de 2010

De toros y argumentos



TRIBUNA: PABLO DE LORA, JOSÉ LUIS MARTÍ Y FÉLIX OVEJERO

De toros y argumentos

Ni la tradición, ni la libertad de empresa, ni la protección de una especie, ni el arte y la diversión de los aficionados sirven para justificar una actividad que produce dolor y sufrimiento a un mamífero superior.


En el mundo hay personas que creen que los animales poseen ciertos derechos, o cuanto menos que los seres humanos tenemos ciertas obligaciones para con ellos. Y también hay personas que genuinamente creen que no. No es un drama. También hay quienes creen que Elvis Presley sigue con vida, que el color de la piel debe determinar nuestros derechos o que vivimos entre fantasmas. Hay gente para todo.

Pero no hay razones para todo. Los filósofos morales discrepan profundamente sobre el estatus ético de los animales no humanos, pero muy pocos, por no decir ninguno, sostienen que no tenemos ninguna obligación de respeto mínimo, al menos hacia los grandes mamíferos. También los legisladores en muchísimos países del mundo piensan que la crueldad o el maltrato gratuito hacia los animales no son admisibles, llegando a considerar esos actos como delitos. En Estados Unidos, una ley federal promulgada en 1999 castigaba incluso la creación, venta o posesión con fines comerciales de material gráfico que muestre crueldad animal. Con esa norma se trataba de poner coto a la industria de los llamados crush videos -imágenes que muestran la tortura intencional y sacrificio de animales indefensos (perros, gatos, monos, ratones y hámsters)- con los que, al parecer, algunos individuos obtienen placer sexual.

La discusión se centra, por tanto, en estas otras cuestiones: ¿qué obligaciones concretas tenemos y hacia qué animales? ¿Cómo podemos ponderar dichas obligaciones con otras consideraciones moralmente valiosas, como la alimentación y supervivencia de los propios seres humanos o la investigación médica? ¿Es el ocio o incluso el arte uno de esos bienes que cabe sopesar frente al sufrimiento cierto de un animal no humano, como ocurre en las corridas de toros?

Habida cuenta de la alarmante confusión que ha presidido estos días los debates y comentarios, queremos analizar algunos de los argumentos esgrimidos en defensa de la pervivencia del llamado "espectáculo" de los toros e impedir su prohibición.

Vamos a orillar la cuestión identitaria, que algunos interesadamente han introducido en el debate, o la disputa jurídica sobre la competencia del Parlament para tomar esta decisión, así como la hipocresía o incoherencia moral de quienes defienden la medida adoptada, pero no se oponen con parecidas armas a otras prácticas igualmente crueles. Nos centraremos en estos cinco argumentos: la tradición, la desaparición natural, la preservación de la "especie", la libertad y el arte.

El argumento de que los toros son una tradición consolidada en España -y en otros países- no tiene mucho vuelo. Que una acción se haya venido produciendo a lo largo del tiempo sencillamente no ofrece ninguna razón moral para seguir realizándola. Segundo, estos días hemos podido escuchar en boca de algunos protaurinos una preferencia por la "desaparición natural" de las corridas antes que por la prohibición impuesta por el poder público. Las corridas ya habían perdido buena parte del favor popular en Cataluña -se dice- así que hubiera sido mejor que se dejaran extinguir por sí solas. Pero este argumento tampoco funciona. Imaginen que lo extendiéramos a otras acciones o actividades prohibidas. Que dijéramos algo así como: "Cada vez son menos los padres que maltratan físicamente a sus hijos menores, así que dejemos que desaparezca esta práctica de manera natural". O tenemos la obligación de no infligir sufrimiento innecesario a los toros -o a nuestros hijos- o no la tenemos. Esto es lo que debemos discutir. ¿Para qué prohibir algo que ya nadie hace?

Se ha aducido también que, si no fuera por las corridas, desaparecería esta "especie" de toros, y que si las prohibimos, propiciaremos su desaparición. Es el argumento de la preservación, un razonamiento añejo en los pagos de la discusión sobre la consideración moral que merecen los animales no humanos. Al respecto cabe esgrimir, primero, que, desde el punto de vista zoológico, los toros de lidia no constituyen una "especie" independiente. Segundo, si los aficionados son tan profundos defensores de los toros que luchan por su supervivencia, ¿por qué no aúnan esfuerzos colectivos para preservarlos creando refugios naturales en las dehesas sin causarles por ello sufrimiento, como hacemos con los bisontes, por ejemplo? Finalmente, a nosotros nos preocupan prioritariamente -en este y en otros ámbitos de la ética- los intereses y el bienestar de los individuos que sufren el maltrato. Las "especies" -como las lenguas, las naciones o los pueblos- no se ven afectadas por el perjuicio de su inexistencia. Si para preservar una especie debemos torturar a todos sus miembros, tal vez la preservación no sea tan valiosa.

En cuarto lugar, se apela a la libertad: la prohibición supondría un "liberticidio", han dicho algunos. El poder público no está, ha señalado una representante del PP, para decirnos cómo vestir o qué estilos de vida abrazar. Una segunda expresión de la libertad -la libertad de empresa-, ampararía también que se sigan celebrando corridas. El argumento en cuestión presupone lo que antes hemos negado: que desde el punto de vista moral es irrelevante el sufrimiento o dolor que causemos a los animales no humanos. Si la prohibición es un sacrificio ilegítimo de la libertad de espectadores y empresarios es porque lo que ocurra con el toro en la plaza no cuenta nada. Se ha repetido hasta la saciedad, pero muchos no se han querido enterar, que nuestros ordenamientos jurídicos cuentan con multitud de restricciones a la libertad que nadie considera ofensivas ni liberticidas porque con ellas se protegen bienes igualmente valiosos o importantes, incluso cuando ni siquiera se infligen daños a sujetos con capacidad de sufrir. La protección del patrimonio histórico-artístico, o del medio ambiente, o la disciplina urbanística, son ámbitos plagados de prohibiciones en aras a que todos disfrutemos de paisajes, o ciudades más amables, o de un legado monumental, pictórico, escultórico que estimamos valioso. ¿Alguien se imagina que un grupo de personas, basándose en la libertad de empresa, constituyera una sociedad que organizara espectáculos de tortura pública de delfines, en el que tras causarles diversos daños, dolor y sufrimiento se acabara con su vida con una espada? ¿Justificaría algo la libertad de empresa, o incluso la diversión que pudiera generar esta macabra actividad en cierto público? ¿O es que los toros merecen menos respeto que los delfines? Ni la libertad de empresa, ni el lucro mercantil, ni la diversión de los aficionados, sirven para justificar una actividad que produce dolor y sufrimiento a un mamífero superior.

En último lugar, tal vez buscando ese otro valor que justifique el daño infligido, se esgrime habitualmente el argumento de que los toros son un arte -no los toros en sí mismos, entiéndase, sino las acciones que les provocan sufrimiento y al final la muerte-. Pero este razonamiento es, en el mejor de los casos, incompleto, y en el peor, inconcluyente. Lo que sí nos interesa subrayar es que, de resultas de ese debate, cabe concluir que decir que algo es arte no le confiere ningún estatus o valor especial a la actividad en cuestión. Lo que da valor -estético- a un objeto no es, pues, que dicho objeto sea simplemente catalogado como arte, sino el hecho de que se trate de buen arte o arte valioso. Por lo demás, igual que una tradición no es, por el hecho de serlo, buena o mala moralmente, tampoco lo es el buen arte.

No confundamos, por cierto, el supuesto "arte de los toros", con el indiscutible "arte acerca de los toros". Que algunos artistas hayan realizado magníficas obras a cuenta de las corridas, como tantos novelistas las han realizado a cuenta de los asesinatos, no les otorga -ni a las corridas ni al asesinato- ninguna dignidad artística. Los fusilamientos del 3 de mayo no se disculpan por la pintura de Goya. Por seguir con la misma comparación: aunque Thomas de Quincey y algunos de los aficionados a las novelas de misterio tuvieran razón, y el asesinato fuera una de las bellas artes, ello no quiere decir que debamos derogar los artículos 138 a 143 del Código Penal. Y por cierto, un aviso para malpensantes y tramposos: no estamos comparando el asesinato de un ser humano con el sacrificio de un toro; no, no estamos estableciendo una relación de semejanza sino una semejanza de relaciones.

No han faltado en estos días los defensores de la "fiesta nacional" que nos recuerdan que este debate forma parte también de la tradición taurina, como si de un adorno se tratara. Pero no, no se trata de "dar vidilla" -con perdón por el sarcasmo dado el contexto- como si los argumentos, en el fondo, dieran igual. Cuando se discute sobre la conveniencia de una ley que ha de regir la convivencia, los argumentos son lo único que importa.

Pablo de Lora, profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid; José Luis Martí, profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, y Félix Ovejero, profesor titular de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. (Fuente:Diario El País)

20 de julio de 2010

LA MUJER Y LA REPÚBLICA, 1931.



Con la proclamación de la República, en abril de 1931, la igualdad de los sexos pasó por fin a ser una posibilidad real con la aprobación de la nueva constitución.
La tarea de redactar un proyecto de constitución le fue asignada en primer lugar a una comisión judicial encabezada por el abogado conservador A. Ossorio y Gallardo. Su anteproyecto fue rechazado y se encomendó la labor a una comisión parlamentaria presidida por el abogado socialista Luis Jiménez de Asúa. Su proyecto fue presentado en Cortes el 27 de agosto de 1931 y aprobado, con algunas modificaciones, el 9 de diciembre. La constitución que Jiménez de Asúa describió como de izquierda, pero no socialista estaba inspirada fundamentalmente en aquellas de Méjico (1917), Rusia (1918) y la República de Weimar (1919).
Los compiladores del anteproyecto se habían mostrado más bien cautos con respecto a la cuestión de la igualdad de los sexos y habían sugerido la siguiente redacción:
No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: el nacimiento, la clase social, la riqueza, las ideas políticas y las creencias religiosas. Se reconoce en principio la igualdad de derechos de los dos sexos. Clara Campoamor, diputada radical y miembro de la comisión parlamentaria, protestó vigorosamente de que sólo se reconociese "en principio" la igualdad de derechos, y consiguió finalmente que se enmendara el artículo hasta quedar como sigue:
No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas, ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones o títulos nobiliarios. (art. 25)





El artículo 40 trataba de la discriminación en puestos oficiales: Todos los españoles, sin distinción de sexos, son admisibles en los empleos y cargos públicos, según su mérito y capacidad, salvo las incompatibilidades que las leyes señalen. El artículo 46 declaraba que el trabajo era una obligación social y sería protegido por ley, que regularía los casos de seguro de enfermedad, accidente, paro forzoso, vejez, invalidez y muerte; el trabajo de las mujeres y de los jóvenes y especialmente la protección a la maternidad; la jornada de trabajo y el salario mínimo y familiar, etc. El artículo 36 - del que hablaremos más detenidamente - confería los mismos derechos electorales al hombre y a la mujer mayores de veintitrés años. El artículo 53 otorgaba el derecho a ser diputado a todos los ciudadanos mayores de veintitrés años sin distinción de sexo, frase que, sin embargo, fue omitida en el artículo 69, por el cual eran elegibles para el cargo de presidente todos los ciudadanos mayores de cuarenta años. El artículo 43 trataba de la familia: La familia está bajo la salvaguardia del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos, y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa ...
En cuanto al divorcio, había pocos países en 1931 en los que no se hubiera aprobado una ley al respecto: España e Italia eran las dos principales excepciones en Europa. Sin embargo, la ley del divorcio española, cuando por fin fue aprobada (1932), era una de la más progresistas de las existentes. Es difícil determinar a ciencia cierta cuántas personas se acogieron a la ley del divorcio y hasta qué punto ésta fue popular entre las mujeres. Probablemente, la mayoría de las mujeres españolas siguieron obedeciendo a su conciencia católica y tomaron nota de los sermones y pastorales que les advertían que si se divorciaban y volvían a casarse, o incluso en el caso de contraer matrimonio civil, les serían negados los sacramentos y sus hijos serían considerados ilegítimos por la ley canónica. A los sacerdotes que pronunciaban sermones semejantes se les encarcelaba y multaba basándose en la Ley de Defensa de la República. La derecha, naturalmente, se oponía a la ley del divorcio, y los partidos unidos en la Confederación Española de Derechas Autónomas incluían la revocación de la ley en su programa. La ley suscitó muy poco entusiasmo entre la extrema izquierda por distintos motivos. Para Jiménez de Asúa, la ley no era más que un pobre paliativo al gran problema de la coyunda, cuya solución real era la libre unión. El diario anarquista Solidaridad Obrera despreció la ley por ser una intervención innecesaria del Estado en los asuntos privados del individuo. Denotaba simplemente que había muchas personas incapaces de resolver ni siquiera sus problemas más personales sin la ayuda del cura que los idiotiza y del laico, que hace esto último y... lo primero (6 de diciembre de 1931).
Si el divorcio fue objeto de mucha controversia, no le quedó a la zaga el derecho de la mujer a votar. El Gobierno provisional, en un decreto de 8 de mayo de 1931, concedió el voto a todos los hombres mayores de veintitrés años y declaró que las mujeres y los curas podían ser elegidos para ser diputados. En las elecciones celebradas en junio de aquel año fueron elegidas dos mujeres diputadas, Clara Campoamor (Partido Radical) y Victoria Kent (Izquierda Republicana): dos mujeres de un total de 465 diputados. A finales de aquel mismo año otra mujer diputada, Margarita Nelken (Partido Socialista), ingresó en las Cortes. De las tres, Clara Campoamor, abogada, fue la más asidua defensora de los derechos de la mujer y desempeñó un papel importante en el debate acerca del sufragio femenino.
El anteproyecto sólo había dado el voto a la mujer soltera y a la viuda, propuesta que defendió A. Ossorio Gallardo sobre la curiosa base que, hasta que los maridos estuviesen preparados para la vida política, el sufragio femenino podía ser una fuente de discordia doméstica. En general, sin embargo, la oposición a conceder el voto a la mujer, casada o soltera, estaba basada en el temor a que no estuviese todavía lo suficientemente independizada de la Iglesia y su voto fuese en su mayor parte derechista, poniendo así en peligro la existencia misma de la República. Aunque Jiménez de Asúa compartía dicho temor, pensaba que la conveniencia política no debía justificar que se negase un derecho legítimo que sería utilizado juiciosamente por aquellas mujeres económicamente independientes y conscientes de sus responsabilidades sociales. Otros estaban estaban menos dispuestos a aceptar el riesgo. Los republicanos de izquierda, radicales y radicales-socialistas fueron los que más se opusieron. Los radical-socialistas presentaron una enmienda el 1 de septiembre de 1931 para restringir los derechos electorales exclusivamente a los hombres. Al día siguiente, el doctor Novoa Santos proporcionó argumentos biológicos para dar fuerza a los argumentos de conveniencia política: a la mujer no la dominaban la reflexión y el espíritu crítico, se dejaba llevar siempre de la emoción, de todo aquello que hablaba a sus sentimientos; el histerismo no era una simple enfermedad, sino la propia estructura de la mujer. El 30 de septiembre, cuando se volvió a discutir la cuestión, se echó mano del ridículo para complementar a la biología. Hilario Ayuso entretuvo a la concurrencia con un discurso trivial en defensa de una enmienda de Acción Republicana que proponía que les fuesen concedidos los mismos derechos electorales a los hombres mayores de veintitrés años y a las mujeres mayores de cuarenta y cinco, basándose en que la mujer era deficiente en voluntad y en inteligencia hasta cumplir dicha edad. Al entrar en el Congreso le salieron al paso las mujeres de la ANME, que estuvieron presentes en todos los debates y distribuyeron octavillas entre los diputados conminándoles a apoyar el sufragio femenino. Los radicales propusieron una enmienda con el fin de que se omitiera la palabra mismos en el artículo que rezaba: Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes. Guerra del Río, defensor de la moción, arguyó que tal modificación permitiría a las Cortes conceder el voto a la mujer en una ley lectoral que podría ser revocada si la mujer votaba por los partidos reaccionarios. La enmienda fue rechazada (153 en contra, 93 a favor), pero los radicales y radical-socialistas que habían votado sin someterse a la disciplina de partido pronto se arrepintieron, y El Heraldo (1 de octubre de 1931) recogía los rumores de un intento de última hora de pactar con los socialistas: Probablemente se satisfará el deseo de los socialistas de conceder el voto masculino desde los veintiún años y, a cambio de eso, se condicionará el voto a la mujer. Los socialistas rechazaron el pacto y el debate continuó al día siguiente.
El hecho de que Clara Campoamor defendiera el sufragismo femenino y de que Victoria Kent se opusiera provocó muchas burlas. Azaña describió la sesión como muy divertida. Informaciones (1 de octubre de 1931) comentaba dos mujeres solamente en la Cámara, y ni por casualidad están de acuerdo, y La Voz (2 de octubre de 1931) preguntaba medio en broma medio en serio: ¿qué ocurrirá cuando sean 50 las que actúen?. En el debate del día 1 de octubre de 1931, Victoria Kent propuso que se aplazara la concesión del voto a la mujer; no era, decía, una cuestión de la capacidad de la mujer, sino de oportunidad para la República. El momento oportuno sería al cabo de algunos años, cuando las mujeres pudiesen apreciar los beneficios que les ofrecía la República. Clara Campoamor replicaba diciendo que la mujer había demostrado sentido de la responsabilidad social, que el índice de analfabetos era mayor en los hombres que en las mujeres y que sólo aquellos que creyesen que las mujeres no eran seres humanos podían negarles la igualdad de derechos con los hombres. Advirtió a los diputados de las consecuencias de defraudar las esperanzas que las mujeres habían puesto en la República: No dejéis a la mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la Dictadura; no dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza está en el comunismo. Guerra del Río aplaudió los sentimientos expresados por Clara Campaomor, quien, según él, servía de portavoz de lo que siempre fue, es y será mañana ideal del Partido Republicano Radical: la igualdad absoluta de derechos para ambos sexos. Sin embargo, siguió diciendo, los radicales pensaban que era prematura la inmediata concesión del voto a la mujer, y por tanto votarían en contra. Ovejero, en nombre de los socialistas, dijo que, aunque sabían que existía la posibilidad de perder escaños en las próximas elecciones, eso no tenía importancia comparado con la educación política de la mujer española; querían el sufragio femenino para llamar a la conciencia de la mujer y convertirla en cooperadora eficaz del resurgimiento español. Cuando el artículo 34 - que establecía la equiparación de derechos electorales para los ciudadanos de uno y otro sexo mayores de veintitrés años - fue finalmente aprobado por 161 votos a favor y 121 en contra, se produjo un clamor: La concesión del voto a las mujeres, acordada ayer por la Cámara, determinó un escándalo formidable, que continuó luego en los pasillos. Las opiniones eran contradictorias. El banco azul fue casi asaltado por grupos de diputados que discutían con los ministros y daban pruebas de gran exaltación. (La Voz, 2 de octubre de 1931). Votaron a favor: el Partido Socialista (con alguna sonada excepción como la de Indalecio Prieto), la derecha y pequeños núcleos republicanos (catalanes, progresistas y Agrupación al servicio de la República); en contra, Acción Republicana, y los radical-socialistas y radical (con la excepción de Clara Campoamor y otros cuatro diputados).
Indalecio Prieto, quien había intentado persuadir a sus compañeros socialistas de votar en contra del artículo o abstenerse de votar, gritó que aquello era una puñalada trapera para la República. Los radical-socialistas declararon que ya no harían más concesiones en la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el estado y amenazaron con no dejar un cura vivo en España. Una táctica que Marañón describió como una confesión de cobardía y de falta de autoridad en los políticos de izquierda sobre sus mujeres e hijas (El Heraldo, 2 de octubre de 1931). Como si se quisiese asegurarse de que no faltara ningún elemento de la farsa grotesca en este esperpento de la vida real, El Sol (2 de octubre de 1931) informaba así de la aprobación del artículo 34: La galantería logró un triunfo indiscutible. Virtud española que perdura, para bien del "qué dirán", pese a ciertos jacobinismos que nos sacuden. Pase lo que pase - hay quien asegura otro 14 de abril al revés - resultará lindo que los poetas del futuro canten en sonetos a este 1931, en que los hijos de España se jugaron a cara y cruz un régimen por gusto de sus mujeres. El triunfo del 1 de octubre, sin embargo, no fue definitivo. En la sesión del 1 de diciembre, Peñalba (Acción Republicana) propuso una enmienda que permitiría a las mujeres votar en las elecciones municipales, pero no en las nacionales hasta que los ayuntamientos se hubiesen renovado por completo. Si la enmienda hubiese prosperado, las mujeres se habrían quedado todavía sin voto en 1936. El último intento se produjo en diciembre de 1932 cuando el gobierno anunció su intención de convocar elecciones parciales para cubrir las vacantes en Cortes. Finalmente, las elecciones parciales no llegaron a producirse.
Las primeras elecciones en las que participaron las mujeres fueron las de 1933, e inevitablemente se les echó la culpa de la victoria de la derecha. Era, sin embargo, una conclusión superficial. Aún aceptando que una parte del electorado femenino hubiera podido influir en el resultado favorable a las derechas de los comicios del 33, si se sumaban todos los votos de izquierda emitidos en esas elecciones todavía superaban a los de los conservadores. Se trataba sobre todo de un problema de estrategia y unidad, como se encargaría de demostrar las elecciones de febrero de 1936 con el triunfo del Frente Popular.
En todo caso, las tesis sufragistas acababan de anotarse un triunfo en España. La concesión del voto, como la del divorcio, fueron logros de la mujer en el periodo republicano, pero logros tan efímeros como el propio régimen que los había posibilitado. La Guerra Civil y el nuevo Estado impuesto tras la victoria de las fuerzas franquistas el 1 de abril de 1939 darían al traste con todo lo conseguido. Habría que esperar al cierre de ese largo paréntesis de 40 años para que las mujeres recuperaran el punto de partida que significó la conquista del voto en 1931.

VOTO FEMENINO. CLARA CAMPOAMOR EN LAS CORTES DE 1931.

Señores diputados: se está haciendo una constitución de tipo democrático, por un pueblo que tiene escrito como lema principal, en lo que llamo yo el arco del triunfo de su República, el respeto profundo a los principios democráticos. Yo no sé, ni puedo, ni quiero, ni debo, explanar que no es posible sentar el principio de que se han de conceder unos derechos si han de ser conformes con lo que nosotros deseamos, y previendo la contingencia de que pudiera no ser así, revocarlos el día de mañana. Eso no es democrático. Señores diputados... Yo no creo, no puedo creer, que la mujer sea un peligro para la República, porque yo he visto a la mujer reaccionar frente a la Dictadura y con la República. Lo que pudiera ser un peligro es que la mujer pensara que la Dictadura la quiso atraer y que la República la rechaza, porque, aunque lo que la Dictadura le concedió fue igualdad en la nada, como me he complacido yo siempre en decir, lo cierto es que, dentro de su sistema absurdo e ilegal, llamaba a la mujer a unos pretendidos derechos ...

(Clara Campoamor, Diario de sesiones de las Cortes, 30 de septiembre de 1931)

19 de julio de 2010

Priego de Andalucía



Fotos antiguas de Priego.

Priego de Andalucía HOY.



Fotos actuales de Priego.

Priego de Andalucía PRIEGUENSES.



Un instante en la vida de los prieguenses.

Priego de Andalucía, 1957.



Fotogramas de la película "La saeta del ruiseñor" rodada en Priego en 1957.

12 de julio de 2010

LAS ELECCIONES DE FEBRERO DE 1936

Por Miguel Moliné Escalona.

Declarar fraudulentas las elecciones de 1936 y al Gobierno del Frente Popular ilegal era esencial para los propagandistas fascistas que no querían verse colocados en una postura «revolucionaria» oponiéndose a un gobierno legal y a un régimen establecido. Hugh Thomas, Broué y Témine, Bolloten, Catell, Malefakis, Abella, Aróstegui, Tussell, Payne, Carr, Fusi, Juliá, Tuñón de Lara, Viñas, ... , todos ellos admiten, en cambio, la victoria republicana. Incluso el franquista Seco Serrano, en su historia publicada en Barcelona en 1962, admite el hecho de la victoria de la izquierda (Historia de España, tomo IV, Epoca contemporánea, Barcelona, 1962, pp 127-128).

Los argumentos de los franquistas no tienen fuerza alguna porque la derecha aceptó la validez de los resultados hasta el estallido de la rebelión de Franco; entonces se hizo necesario construir una nueva historia para justificar una nueva situación. Catell insiste en este punto decisivo: "En los cinco meses anteriores al comienzo de las hostilidades abiertas, la derecha apenas habló de fraude (Communism and the Spanish Civil War, Berkeley, University California Press, 1956). Jose Venegas insiste también en este detalle vital, demostrando cómo el argentino monseñor Franceschi escribió el 18 de junio, justo un mes antes de la guerra: "Todas las noticias que llegan de España demuestran que las derechas fueron derrotadas ante todo por sus divisiones internas, su inercia, su tardanza en resolver los problemas fundamentales relativos a la vida económica, por la incomprensión de que dieron muestra la mayor parte de sus dirigentes (Las elecciones del Frente Popular, Buenos Aires, 1942, pp. 33). Pero cuando estalló la guerra civil y el portavoz de la Iglesia católica en Argentina se vio en la necesidad de disculpar la rebelión, cambió su historia y se justificó diciendo que había sido engañado por los servicios de prensa (Monseñor G. J. Franceschi: En el humo del incendio, Buenos Aires, 1938, pp. 50).

Venegas cita también al Primer Ministro Portela Valladares, el "organizador" de las elecciones: "Las elecciones realizadas en febrero de 1936 con todo el orden deseado, han consagrado el triunfo del Frente Popular; tengo, para afirmarlo, la autoridad que me da la presidencia de este Gobierno. La gestión electoral fue reconocida por los partidos de la derecha como una legalidad de su derrota. No puede hablarse en justicia de que se falseó el sufragio, porque ello significaría un alegre embuste. Estoy dispuesto a afirmarlo en todo momento, para que la conducta de cada cual quede en su lugar" (Venegas, pp. 31-32).

El testimonio de Portela es fundamental por cuanto era el personaje clave en la trama ideada por Alcalá Zamora. Pero esto requiere una pequeña regresión en el tiempo para entenderlo. A lo largo de 1935 la influencia cada vez mayor de la CEDA en el gobierno impuso la contrarreforma al ignorar o anular en gran medida la legislación referente a las relaciones Iglesia — Estado, a las condiciones laborales y a la reforma agraria. La izquierda no podía hacer nada, con sus líderes en la cárcel o en exilio, salvo pedir al presidente de la República que convocara nuevas elecciones. Pero Alcalá Zamora era reacio a disolver el Parlamento por segunda vez porque ello podía conducirle a la destitución. Pero a finales de 1935 filtró unas informaciones confidenciales relativas a un caso menor de tráfico de influencias que se convertiría en el primero de los dos escándalos de corrupción que minarían el poder de los radicales. Finalmente Alcalá Zamora, al mismo tiempo que cerraba el paso a Gil Robles, lanzaba desde la presidencia de la República su propio partido y daba a Portela Valladares, con el gobierno, el decreto de disolución. Por ello es tan importante el testimonio de Portela ya que su gobierno utilizaría todo su poder y su influencia para formar un nuevo Partido del Centro Democrático que pudiera ganar en las próximas elecciones. Sin embargo, esta maniobra fracasó y el centro quedó prácticamente apartado del juego político. Aún a pesar de esto, Portela no dudó en declarar como legal la victoria del Frente Popular. El 19 de febrero, a Portela, asustado a los ojos de Azaña, desbordado, abandonado por los gobernadores civiles y sin ceder a las presiones de la derecha política y militar — que le demandaban la declaración del estado de guerra - no le queda más salida que la dimisión, aunque por paradojas de la historia la decisión que mas le honra es la que se ha convertido en razón de su vituperio. ¿Qué podía realmente hacer en aquella circunstancia sino exigir de Azaña que se hiciera cargo del Gobierno y que abandonara su ilusorio empeño de cumplir los plazos establecidos por la ley?. No era precisamente la ley lo que entonces regía. Le siguió Alcalá Zamora que, enemistado con la derecha y la izquierda, fue destituido, con el pretexto, legal, desde luego, aunque paradójico y absurdo, de que había procedido mal al disolver las Cortes en enero de 1936. El procedimiento jurídico lo daba el artículo 81 de la Constitución y prácticamente no hubo discusión: el 7 de abril 238 diputados (del Frente Popular y el PNV) votaron por la destitución y 5 en contra; los grupos de la derecha no estuvieron presentes.

Otro de los argumentos esgrimidos en contra de la victoria del Frente Popular fue la desproporción entre los votos populares conseguidos por cada partido y el número correspondiente de diputados. Esto formaba parte del sistema electoral de aquella época, que tenía como objetivo facilitar mayorías fuertes. Si un distrito — por ejemplo, la ciudad de Madrid — tenía diecisiete diputados, la mayoría conseguía trece, y la minoría, cuatro, aunque hubiese pocos votos de diferencia entre ellas. Así fue como la derecha unida ganó las elecciones de 1933, sin una mayoría nacional, contra la izquierda desunida. Ni la derecha protestó entonces ni hizo esfuerzo alguno para cambiar este sistema durante los dos años que estuvo en el poder.

Otra "prueba" presentada por los franquistas para demostrar el carácter fraudulento de las elecciones de 1936 es un documento redactado por orden de Serrano Suñer, entonces ministro del Interior y publicado en 1939 (Dictamen de la comisión sobre ilegitimación de poderes actuantes el 18 de julio de 1936, Madrid, 1939 y Apéndice I al Dictamen...). Este documento ataca la legalidad de cierto número de decisiones de la comisión para las elecciones a las Cortes y de decisiones de las mismas Cortes. Es un documento parcial que no puede comprenderse si no es en relación con los debates parlamentarios de aquel periodo. Cuando se comparan los dos papeles — el "dictamen" y los debates parlamentarios — se revela la deshonestidad pusilánime del documento franquista con toda claridad. El dictamen escrito bajo las órdenes de Serrano Suñer en 1939 acusa las elecciones celebradas en la provincia de Valencia de fraude; pero, en las Cortes, Serrano Suñer, que era diputado, afirmó que según su opinión las elecciones en aquella provincia se habían desarrollado en condiciones normales (Diario de sesiones, 20 de marzo de 1936). El dictamen recusa las elecciones en Pontevedra, donde diez escaños fueron para la izquierda y tres para la derecha. Pero en las discusiones celebradas en las Cortes, nadie planteó la cuestión de la validez de la izquierda, y se entabló una lucha entre el centro y la derecha, que habían ido juntas en las elecciones de febrero, por los tres escaños restantes. El reaccionario Suárez de Tangil, en el curso de los debates, declaró que él no ponía reparos a los resultados de Pontevedra, y el candidato de la CEDA, Barros de Lys, dijo: "Yo tengo que decir que doy la elección de los candidatos del Frente Popular por legítima y que, por consiguiente, no podría formular ninguna protesta que pudiera ir contra su proclamación" (Diario de sesiones, 26 de marzo de 1936. El lector interesado puede consultar en el Diario los debates sobre las elecciones en Salamanca, Toledo, Burgos, La Coruña y otras regiones).

Cuarenta y cinco años mas tarde el veredicto de Catell sigue teniendo vigencia: "Se puede decir, como conclusión, que la acusación de fraude en las elecciones con la intención de arrojar la mancha de ilegitimidad sobre el Gobierno del Frente Popular no ha sido probada por los nacionales" (Communism and the Spanish Civil War, Berkeley, University California Press, 1956, pp. 37)

2 de julio de 2010

JUSTICIA PENAL EN LA GUERRA CIVIL (1936-39)

Por Juan Antonio Alejandre, catedrático de Historia del Derecho, Universidad Complutense de Madrid (Revista de Historia 16, fascículo 14 de la serie "La Guerra Civil", 1986).

Suele decirse del Derecho Penal que es la rama del Derecho más sensible a los grandes acontecimientos de toda índole que jalonan la historia política de un país. De la justicia penal puede, asimismo, predicarse que refleja fielmente el régimen político imperante.

Durante la guerra civil española, que supuso no sólo un enfrentamiento bélico, sino también ideológico entre dos concepciones filosóficas del Derecho, es claro que habían de observarse simultáneamente sistemas antagónicos de justicia penal mediante los que los respectivos gobiernos de cada zona trataban de mantener o restablecer su particular concepto del orden.

En las páginas que siguen trataremos de exponer, aun cuando en forma necesariamente resumida, en qué medida la situación de guerra ha producido transformaciones jurisdiccionales en el ámbito penal, al dar lugar a nuevas leyes e instituciones que hicieron posible una justicia de guerra en cada bando, de peculiares connotaciones y características, aunque coincidente en ciertos aspectos en cuanto impuesta por una situación común de guerra: así, en ambos casos se estableció un procedimiento de urgencia—sumarísimo—, radical, exento de las suficientes garantías de defensa para el acusado, y aplicado por tribunales especiales que asumieron amplias competencias.

De otra parte, como ha escrito el procesalista Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, autor de un tan documentado como imparcial estudio sobre el tema —«Justicia penal de guerra civil», en Ensayos de Derecho Procesal civil, penal y constitucional, Buenos Aires, 1944—, del que inevitablemente es en parte tributario este artículo, los sectores sobre los que recayó en cada bando la responsabilidad en el mantenimiento y en la defensa de las respectivas ideologías, es decir, el pueblo, en la concepción revolucionaria del término, en un caso, y el ejército, en el otro, tuvieron un común protagonismo en la función de juzgar, hasta el punto de que, aunque carentes unos y otros de formación jurídica, desplazaron a los magistrados profesionales.

En efecto, legos en Derecho integraron mayoritariamente los denominados tribunales populares en la zona republicana y los consejos de guerra de la nacional, principales instituciones responsables de la jurisdicción penal de cada bando.

LA JURISDICCIÓN PENAL EN LA ESPAÑA REPUBLICANA

Con anterioridad al Alzamiento del 18 de julio de 1936, las causas criminales eran sustanciadas bajo la República a través de alguno de los siguientes órganos:

a) Mediante tribunales de jurados, cuya regulación sustancial seguía siendo la vieja ley de 1888, restablecida en 1931 y modificada ese mismo año en 1933. Una de esas reformas consistió en la sustracción a su competencia de una importante relación de delitos. Se trataba así de corregir los defectos apreciados en el funcionamiento de la institución, aunque en el fondo tal medida respondía a la desconfianza progresivamente sentida tanto por el Gobierno de la República como por el Parlamento hacia el principio de participación ciudadana en la administración de la justicia en general y hacia el jurado en concreto.

b) Esa misma limitación de competencias al jurado determinó la creación de tribunales especiales, integrados por magistrados (tribunales de Derecho propiamente dichos), a los que hubo de corresponder el conocimiento de algunos de los delitos en cuestión. Este era el caso de los tribunales de urgencia, creados por la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933, a los que se atribuyó el enjuiciamiento de delitos de asesinato, homicidio, los penados por la ley de explosivos de 1894 (delitos cometidos mediante explosivos con móvil terrorista), rebelión, sedición y delitos contra la forma de Estado, todos los cuales habían sido sustraídos de la competencia del jurado del día anterior. Tribunales de Derecho, integrados sólo por jueces profesionales, y de carácter ordinario seguían conociendo del resto de causas criminales, tanto de aquéllas que nunca fueron confiadas al jurado como de las suprimidas de su competencia y no atribuidas expresamente a tribunales de Derecho especiales.

c) Finalmente, existían tribunales militares, cuya competencia fue progresivamente ampliada durante la Dictadura de Primo de Rivera a costa de la jurisdicción común, y reducida por la Constitución de 1931 al limitar su jurisdicción a delitos militares, de servicio de armas y de disciplina.

Ese panorama se vio alterado sustancial-mente a partir de la sublevación militar de julio de 1936, como consecuencia de la creación inmediata de los ya citados tribunales populares, que constituyeron la principal innovación en el orden jurisdiccional, cuya necesidad se justificaba por la propia situación bélica, y cuyas consecuencias fueron trágicas en la España republicana.

Se comprendían bajo tal denominación genérica diversos órganos jurisdiccionales que, inspirados en el sistema de los tribunales de jurados, se diferenciaban de éstos esencialmente en la circunstancia de que la elección de sus miembros se veía mediatizada por consideraciones políticas y no respondía a los criterios participativos generales característicos del jurado, de forma que, a través de esta vía, se constituía un tribunal excepcional y revolucionario, ante el cual .el acusado se encontraba desprovisto de las necesarias garantías de imparcialidad.

Su nacimiento se registra entre los meses de agosto y octubre de 1936, impulsados casi al mismo tiempo por el Gobierno central y, con mayor radicalismo, por la Generalitat de Cataluña. Se inician con la creación, por Decreto de 23 de agosto, de un tribunal especial que se circunscribía territorialmente a Madrid y debía formarse por tres funcionarios judiciales y 14 jurados, siendo su competencia los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado desde el 18 de julio, materias de cuyo conocimiento había sido genéricamente privado el tribunal ordinario del jurado.

Pero, en contra de la genuina naturaleza y razón de ser de éste, el Decreto citado establecía que los jueces populares debían ser designados por los partidos políticos integrantes del Frente Popular y por los sindicatos afectos al mismo, correspondiendo a cada uno de aquéllos y de éstos proponer, por rotación entre ellos, dos miembros o jurados. Faltaba, pues, el principio democrático y liberal que latía en el auténtico jurado y el factor aleatorio en la designación de los jueces populares. El nuevo tribunal excepcional, que en casos de urgencia podía constituirse con un sólo magistrado, redujo a ocho el número de jurados en noviembre del mismo año.

El ejemplo del tribunal especial para Madrid pronto se generalizó a todas las provincias. Su existencia era justificada por la necesidad de dar entrada en los tribunales de justicia al pueblo que defiende la República, vertiendo por ello su sangre generosa, y con ellos se pretendía que el aliento popular sea eficaz soporte de las resoluciones de los juristas y que el pueblo, representado por sus órganos de opinión, sienta su propia responsabilidad al imponer a los culpables pública y motivadamente la sanción adecuada.

Pese a la manifiesta composición sectaria de los tribunales populares, que condicionaba a priori su actuación y favorecía un juicio parcial, el 5 de octubre el ministro de Justicia, Mariano Ruiz Funes, en su discurso de apertura de los tribunales, los elogiaba por ejercer, según su parecer, una auténtica justicia que ha sabido desprenderse de todo impulso pasional y recoger con serenidad y con las obligadas garantías las agudas inquietudes del instante.

En consonancia con tan fantástica opinión, días antes fueron ampliadas las competencias de los tribunales especiales al conocimiento de delitos militares o comunes que se cometieran tanto por militares como por paisanos, con ocasión de operaciones de campaña o en territorio donde estas operaciones se realizasen y que, por la índole de la infracción, fueran susceptibles de perturbar el normal desarrollo de dichas campañas. Y en seguida se les incorporaron las nuevas competencias sobre delitos de traición y espionaje, lo que suponía obtener casi un monopolio de la jurisdicción penal, especialmente en zona de guerra.

Otros tipos de tribunales populares de justicia fueron creados en los meses siguientes. En octubre se establecieron los llamados tribunales de urgencia (de naturaleza y función distintas a los del mismo nombre creados en 1933), integrados por un juez de carrera, como presidente, y dos jueces populares designados por el sistema expuesto. Su función era la de juzgar aquellos hechos (difundir falsos rumores o dificultar de cualquier otra manera el cumplimiento de las órdenes de las autoridades en lo referente a defensa, abastecimientos, sanidad, consumo, etcétera), que, aun sin revestir en sí carácter de delito, revelaran, por su naturaleza, hostilidad o desafecto al régimen y crearan un estado de peligrosidad. Iniciada también su implantación en Madrid, poco tiempo después se extenderían, a impulsos del ministro de Justicia, Juan García Oliver, a casi todas las provincias aún sometidas al Gobierno de la República.

También en el mes de octubre se fundaron para Madrid tres jurados de guardia, con plena jurisdicción y función permanente, formados por un juez de carrera, como presidente, y seis jueces populares, también nombrados por el método señalado, y a los que correspondía conocer de los delitos que se definieran en los bandos dictados por el Ministerio de la Gobernación, aplicando mediante procedimiento sumarísimo las penas del Código de Justicia Militar.

Y aún seguirían el tribunal de responsabilidades civiles, creado el 23 de septiembre para exigir las indemnizaciones derivadas de los delitos relacionados con el movimiento rebelde, y los tribunales especiales de guerra, en febrero de 1937, en los que la sección jurídica era sustituida por el delegado del comisario general de guerra del sector en que tuvieron lugar los hechos juzgados.

Especial relevancia tuvo en Cataluña el proceso de creación de tribunales revolucionarios de justicia, ya que a las lógicas repercusiones de los impulsos recibidos desde el Gobierno central se unían en territorio catalán una preponderancia de elementos anarquistas y un propio proceso interno de renovación y reforma de la administración de justicia que convergía igualmente en la aparición de diversas formas de tribunales populares.

Valoración

El conjunto de los nuevos tribunales descritos privó de sus principales competencias a los preexistentes órganos jurisdiccionales, que quedaron así como residuales.
Diversas circunstancias pudieron servir de argumento —aunque fácilmente rebatible— a la creación de los tribunales populares. Según Alcalá-Zamora serían aquéllas la desconfianza de las izquierdas hacia los jueces profesionales que no supieron o no quisieron adaptarse al régimen republicano; la inadecuación del jurado ordinario, por su complicado mecanismo, para administrar una justicia rápida y ejemplar; el hecho de que la entonces vigente ley del jurado no supeditaba la capacidad para ser juez popular a una determinada ideología política, lo que hubiera podido dar lugar a la constitución, por obra del azar, de tribunales mayoritariamente no sometidos, e incluso contrarios ideológicamente al Frente Popular, y la dificultad de constituir, al revés que en el bando nacionalista, tribunales de guerra, ya que los militares en su mayor parte se habían sublevado, eran sospechosos o los adictos eran necesarios en el frente de batalla.

En resumen, se trataba de organizar una justicia que gozase de toda la confianza del Frente Popular, que, por las causas señaladas, recelaba de los jueces profesionales, del jurado ordinario y de la jurisdicción militar. A todo ello tal vez hubiera de agregarse el deseo de someter a una mínima regla la presión popular, ofreciendo una alternativa tanto a la justicia oficiosa que ejercían algunas autoridades al margen de la ley como a la venganza privada, habitual en todo clima de enfrentamiento bélico, ambas más difícilmente controlables por los poderes públicos.

No han faltado, sin embargo, elogios hacia la Justicia popular, sobre todo por parte de quienes, en aparente valoración objetiva pero bajo la cual es fácil advertir una apreciación ideológica y partidista, se han esforzado, enmascarando la realidad, en proclamar que la actuación de los tribunales del pueblo fue responsable y rigurosa o han ensalzado, como dato meritorio, su carácter clasista y revolucionario. En esta línea pueden recordarse las declaraciones al periódico La Humanitat, de 15 de octubre de 1936, de José Tarradellas, para quien los tribunales populares ofrecían garantías suficientes para llevar a término una correcta investigación y depuración de la retaguardia, y de Andrés Nin, según el cual aquéllos serían tribunales de clase que harán la justicia de la clase obrera.

Pero, por encima de estas valoraciones aisladas es evidente que, en el clima de pasión y de odio que imperaba en el país era imposible que tribunales claramente anticonstitucionales respecto de su composición y naturaleza, integrados por ciudadanos que participaban especialmente de aquellos sentimientos y hacían gala de su sectarismo político, pudieran actuar con imparcialidad y respetar las garantías de defensa jurídica de sus enemigos políticos, a quienes habían de juzgar.
Era, de entrada, sectaria la consideración de que sólo los militantes activos de las organizaciones políticas y sindicales mencionadas eran el pueblo y que solamente ellos estaban capacitados para hacer justicia. Incluso el mismo ambiente de las salas en que se constituía y juzgaba el tribunal popular —con frecuencia un improvisado local de espectáculos; en algún caso, a bordo de un viejo navío convertido en prisión— no favorecía la independencia de criterio frente a la presión de los sectores más exaltados. En suma, a través de los tribunales populares en sus diversas formas, la justicia se ejerció en la España republicana bajo un inevitable condicionamiento y de manera implacable, destacando en su actuación el frecuente empleo de medidas de seguridad impropias de un régimen que se tildaba de progresista, tales como las colonias de trabajo en común y los campos de trabajo; el hecho de juzgar sin otro criterio que la propia inspiración —no hay otra norma y otro código que la justicia revolucionaria, se proclamaba—, lo que otorgaba un amplio arbitrio judicial en orden a la graduación de penas; y, sobre todo el normal, recurso de la pena de muerte, en consonancia con la deformación monstruosa de la tipicidad delictiva operada por el odio social y por el fanatismo político, máxima sanción, de hecho, contra la discrepancia ideológica y contra conductas que no constituían en realidad delito, pero que fácilmente eran presentadas como pruebas de peligrosa hostilidad contra el régimen. La siguiente estadística es elocuente: sólo a comienzos de enero de 1937, el primero de los tribunales populares de Barcelona había juzgado a 228 jefes y oficiales, de los que sólo 18 fueron absueltos, 14 condenados a penas correccionales (inferiores a seis años), 76 a penas aflictivas (superiores a seis años) y 120 condenados a muerte.

La frecuente condena a la pena capital dio lugar a que en octubre de 1936 se creara en Cataluña un organismo encargado de examinar tales condenas, compuesto por los presidentes de los cuatro tribunales populares de Barcelona y por dos fiscales de esos mismos tribunales, pero dos meses después se puso fin a este recurso, sustituido por la menos relevante obligación de comunicar la imposición de pena de muerte al Gobierno de la Generalitat y no ejecutarla inmediatamente, sino en un plazo de doce a veinticuatro horas tras su notificación al condenado, en Barcelona, y de veinticuatro a cuarenta y ocho horas fuera de la ciudad. Con ello se trataba de evitar actuaciones incontroladas, precipitadas y de consecuencias irreversibles.

En resumen, es preciso constatar que los tribunales populares adolecieron de importantes vicios desde su constitución. Ello, unido a la ausencia de un oportuno sistema de recusaciones de jurados y a la inapelabilidad de la sentencia, completaba el panorama de indefensión del acusado ante unos jueces que eran, ante todo, sus enemigos políticos.





LA JURISDICCIÓN PENAL EN LA ESPAÑA NACIONALISTA



Como sucedió en la España republicana, aunque desde planteamientos radicalmente opuestos, el sistema de la justicia penal en la zona nacionalista se vio profundamente alterado a raíz del Alzamiento, afectando especialmente los cambios en cuestión a la sustitución del protagonismo popular en la administración de justicia por el protagonismo militar.

En efecto, aun cuando sólo fuera por su carga ideológica y simbólica y por su historia, era evidente que el jurado resultaba incompatible con el nuevo régimen surgido del Alzamiento. Más aún lo sería tras las primeras disposiciones, ya analizadas, de agosto de 1936, que establecieron las primeras formas de tribunales populares, instrumento de represión política en manos del bando enemigo, y derivación, aunque desnaturalizada o espúrea, de la fórmula de justicia por jurados.

Así pues, la Junta de Defensa Nacional Española encontró fácilmente un pretexto para suspender los tribunales jurados en todo en territorio nacional, lo que hizo el presidente de aquélla, Miguel Cabanellas, mediante un Decreto dictado en Burgos el día 8 de septiembre. Su preámbulo contenía la explicación de la medida adoptada: Los defectos inherentes a la institución del jurado, cuya enumeración no es precisa al ser sobradamente conocidos, acrecentados en España por ¡a labor disolvente realizada por el mal llamado Frente Popular que, por todos los medios ilícitos, hizo presa en muchos de sus componentes al objeto de sustituir la recta administración de justicia por una notoria parcialidad en los asuntos atribuidos a su competencia, beneficiosa a sus bastardos intereses, aconseja, en forma indeclinable, la necesidad de suspender el funcionamiento del jurado para que los tribunales de Derecho restablezcan el imperio de la justicia misma, única e imparcial, columna básica en la que ha de sustentarse toda sociedad organizada.

Desde la fecha citada, el territorio español, dividido por tantos conceptos, lo sería también institucionalmente en lo relativo a la administración de justicia. En el territorio nacional, sometido a la jurisdicción de al Junta de Burgos y en el que fuera conquistado en el futuro, las causas criminales, antes atribuidas al jurado, incluso las que estuvieran ya iniciadas en aquel momento, pasarían a ser, según disponía la parte normativa del Decreto, de la exclusiva competencia de los tribunales de Derecho, término éste con el que parece apuntarse una alternativa opuesta a los tribunales populares, pero que se presta a interpretaciones diversas.
Es indudable que el Gobierno provisional rechazaba el principio de la intervención popular en la impartición de la justicia, al menos en la forma como ésta se había organizado hasta entonces, y optaba por unos tribunales integrados de forma distinta. Si, confiando más en una jurisdicción ejercida sólo por magistrados, el Decreto apuntaba hacia el mantenimiento y potenciación de los tribunales de Derecho propiamente dichos, ordinarios o especiales, convertidos en la zona republicana en tribunales residuales —como ya se ha visto—, tal propósito ciertamente no se vio satisfecho, pues pronto se pudo comprobar que la verdadera tendencia del régimen nacionalista no era otra que la de confiar la justicia penal a los militares. Si a aquéllos se refería el Decreto de la Junta de Burgos, la expresión era a todas luces incorrecta (cuestión reiteradamente advertida por el procesalista Víctor Fairén), pues se constituyeron no como tribunales de jueces de carrera, sino como escabinatos o tribunales mixtos en los que predominaba el elemento militar, lego en Derecho, junto a miembros pertenecientes a los cuerpos jurídicos del Ejército o de la Armada, en quienes, por otra parte, la formación militar y el espíritu de disciplina prevalecían sobre el espíritu jurídico y el principio de independencia teóricamente característicos del juez profesional.
Hasta tal extremo recibió impulso la jurisdicción castrense, que ha podido hablarse con propiedad de la casi total absorción de la jurisdicción ordinaria por los tribunales militares, proceso que se llevó a cabo sin necesidad de recurrir a grandes innovaciones legislativas, ya que, aparte de la suspensión —no supresión— del jurado, bastó con utilizar con el más amplio arbitrio el recurso que ya anteriormente tenía la autoridad militar, de poder tipificar delitos a través de simples bandos, así como la atracción de competencias, que derivaba de la intencionada confusión entre estado de guerra (y por consiguiente de los delitos relacionados con dicha situación) y tiempo y zona de guerra (y, por tanto, delitos cometidos en y durante la guerra, lo que encierra un sentido totalizador). Un claro ejemplo de este fenómeno se advierte en el bando del general en jefe del ejército del sur, de 8 de febrero de 1937, que establecía: Quedan sometidos a la jurisdicción castrense todos los delitos cometidos a partir del 18 de julio último, sea cual fuere su naturaleza.

Procedimentalmente, la reorganización de la justicia penal nacionalista se centró en la abreviación de plazos, lo que acentuó el carácter sumarísimo consustancial a la jurisdicción militar. Institucionalmente, las transformaciones afectaron a la creación de los consejos de guerra permanentes y del Alto Tribunal de Justicia Militar.

Los primeros, prematuramente concebidos el 1 de noviembre de 1936 para funcionar en Madrid, cuando se consideraba inminente la toma de la capital, fueron generalizados por un Decreto de 26 de enero de 1937 a todas las plazas liberadas o que se liberen en el futuro. Es fácil advertir el paralelismo respecto de la creación de los tribunales populares —cuyas competencias heredan aquéllos— por el Gobierno de la República, inicialmente para Madrid y a continuación para otras capitales.

En los consejos de guerra los fiscales eran nombrados libremente por el general en jefe del Ejército de operaciones (lo que aseguraba la sumisión del acusador a sus superiores), pero, por el contrario, el acusado no tenía la compensatoria libertad de elegir defensor, puesto que era obligatorio que también éste fuera, en todo caso, militar, lo que ya suponía una limitación al derecho de defensa del acusado.

Vuelve a acertar en su análisis Alcalá-Zamora cuando, al contemplar esta situación, advierte que se creaba una dificultad psicológica de conciliar en las deliberaciones de un consejo de guerra la obediencia jerárquica, regla de oro de la milicia, con la independencia funcional, que es fundamento de la jurisdicción. Esta circunstancia, unida a la falta de preparación jurídica de la mayor parte de los componentes de los consejos de guerra (que no se olvide este dato, se constituían como escabinatos, en los que todos sus miembros se manifestaban sobre cuestiones de hecho y de derecho) y a los prejuicios de casta que sobre el concepto de la justicia solían tener éstos, constituían obstáculos importantes para el imparcial proceder de los tribunales militares, con las consecuencias fácilmente deducibles.

Completaba este panorama la creación por Decreto de 24 de octubre de 1936, el Alto Tribunal de Justicia Militar, compuesto por cinco miembros: su presidente, que habría de ser teniente general o general de división, más dos generales del Ejército, uno de la Armada y un auditor del cuerpo jurídico militar o naval. Era ése el órgano que entendía de cuestiones de competencia y disentimientos (antes facultad del Gobierno), lo que en definitiva acentuaba la militarización de la justicia castrense, en detrimento de su independencia.

El predominio del elemento combatiente (en este caso militar) en la administración de justicia en el campo nacionalista condujo aquí, por consiguiente, a la misma situación a la que llegaron los tribunales populares en la zona republicana: los combatientes de cada lado, en su mayoría legos en Derecho, pero actores y protagonistas de la contienda, fueron los encargados de juzgar a sus enemigos, lo que hacía prever el trágico contenido de sus sentencias.
Justicia de guerra, injusticia en la sangre.

Los excesos cometidos por la mera, aunque rigurosa, aplicación de las leyes a través de las instituciones jurisdiccionales de nueva creación, lo que puede denominarse la justicia oficial, aún fueron superados por una justicia paralela u oficiosa, a la que antes se ha aludido, ejercida al margen de la ley por autoridades políticas, militares o incluso sindicales, cuya función no fue controlada o evitada por los gobiernos de uno y otro lado, a veces por impotencia, a veces porque, a través de estas fórmulas —instrumento de operaciones sucias—, se saciaban los deseos de represalia o se respondía a los más bajos sentimientos de odio que no encontraban satisfacción ni siquiera en las más inicuas leyes creadas bajo condicionamiento bélico ni en los procedimientos oficiales para su aplicación. Así, víctimas de quienes sustituyeron la ley por su mera autoridad fueron con frecuencia simples sospechosos, prisioneros o rehenes, y a veces hasta aquéllos que, habiendo sido previamente juzgados por tribunales oficiales, habían sido absueltos por ellos.
Y aún habría que añadir el no menos atroz balance de la justicia privada que, amparada en el clima bélico, especialmente en los comienzos de la contienda, hizo de la vulgar enemistad, de cualquier anterior ofensa personal o de la envidia de clase, pretextos legitimadores de crueles venganzas, satisfechas directa o impunemente, en unas ocasiones, y en otras por el sistema poco comprometido de denunciar al enemigo ante los tribunales oficiales o ante la justicia oficiosa, acusándole del entonces más peligroso delito, que era ser partidario de la facción contraria.

Probablemente estas últimas formas de justicia tengan en su haber el más elevado número de condenas y ejecuciones. Víctimas de la guerra fueron cuantos cayeron en los frentes de combate luchando por defender unos u otros ideales. Pero víctimas fueron también quienes sufrieron el peso de una justicia de guerra, implacable y vengativa, convertida en generadora de injusticias, no sólo al impedir la defensa en juicio de aquellos ideales, sino también al no garantizar la defensa del primero de todos los derechos, el derecho a la propia vida.