Por Miguel Moliné Escalona. (Zaragoza, 2001)
En todas las guerras se cometen actos contrarios al “derecho de gentes” y la guerra civil española no fue una excepción. Este asunto, que todavía hoy levanta polémicas, ha merecido numerosos análisis históricos cuyas conclusiones coinciden en las cuestiones de fondo [1].
Es innegable que en ambas zonas – la republicana y la controlada por los sublevados – la represión - en forma de paseos, sacas,… - fue una práctica generalizada. Sin embargo, sus causas, alcance y significado difieren notablemente de un bando a otro. Debe quedar claro, desde el principio, que el intento de explicar estas diferencias no debe ser confundido con el de la justificación.
LA REPRESIÓN EN LA ZONA REPUBLICANA
Tras la sublevación militar, la zona republicana, a excepción de Euzkadi [2], se sumergió en un caos revolucionario y por todas partes surgieron nuevos organismos que detentaron el poder real durante los primeros meses de la guerra. Los primeros asesinatos en esta zona se produjeron en Barcelona y Madrid, donde la masa incontrolable se adueño de las calles. En ambas ciudades las fuerzas de seguridad leales a la República intentaron evitar las matanzas, pero fueron desbordados por la multitud armada. Especialmente brutal fue la represión en la Ciudad Condal donde la CNT y la FAI tomaron parte muy activa. La propia Generalitat se diluyó en el caos y el presidente Companys tuvo que pactar con los dirigentes anarcosindicalistas para poder conservar, al menos sobre el papel, el poder.
El paseo alcanzó a políticos de derecha, caciques, terratenientes, empresarios, burgueses y, especialmente, a los sacerdotes [3]. Pero tal vez, las prácticas más aterradoras fueron las llamadas sacas de las cárceles que culminaron con lo sucedido en Madrid durante el mes de Noviembre de 1936. Ante el temor de la caída de Madrid, se decide trasladar a Valencia a los miles de detenidos que permanecían encerrados en las cárceles madrileñas. Pero este traslado se convierte en una orden de ejecución. La primera saca se produce el 7 de noviembre: el convoy se desvía a Paracuellos de Jarama donde se consuman las matanzas; tal y como indican las actas, la Junta de Defensa de Madrid tiene conocimiento oficial de estos hechos el día 11 y determina delegar en el consejero de Orden Público (Santiago Carrillo) la misión de garantizar la seguridad de los detenidos. Sin embargo, los fusilamientos siguieron produciéndose hasta el nombramiento del anarquista Melchor Rodríguez (4 de diciembre) como delegado especial de prisiones. Aunque este acontecimiento resulta todavía hoy históricamente confuso, no cabe duda de la responsabilidad en él de los aparatos policiales, cuyos dirigentes, mayoritariamente comunistas, estaban muy influenciados por asesores soviéticos.
Numerosos republicanos y dirigentes obreros y sindicales [4] condenaron este terror indiscriminado desde el primer momento y sólo la desintegración del propio Estado impidió a las autoridades tomar medidas más efectivas. Pero a medida que el gobierno retomaba el control, la represión indiscriminada fue desapareciendo y se hizo todo lo posible para proteger a las víctimas[5].
Aunque estos esfuerzos por recomponer el Estado de Derecho fueron tempranos, no fue sino hasta la primavera de 1937 cuando realmente cristalizaron. Ya en agosto de 1936 se intentan detener las matanzas con la creación del primer “Tribunal Especial” (los conocidos como tribunales populares); en octubre del mismo año nacen los “Jurados de Urgencia”, los de “Guardia” y los de “Seguridad”. En Valencia no fue posible disolver el “Comité de Salud Pública” y detener los abusos que cometían los integrantes de la Columna de Hierro hasta finales de 1936. Y ya se ha mencionado la decidida actuación de Melchor Rodríguez para evitar las sacas.
Con la llegada de Negrín al gobierno (mayo de 1937), el estado se afianza definitivamente y con ello se asegura un relativo orden y paz en la retaguardia y se consigue garantizar los derechos de defensa. Pero el avance de los fascistas propicia una creciente militarización de la justicia y del aparato policial. Cuando el gobierno central se traslada a Cataluña (noviembre de 1937), el auge de sabotajes por parte de los quintacolumnistas es de tal magnitud que la policía “política” (SIM [6]), controlada por los comunistas, obtiene nuevas competencias[7] para luchar contra dichas acciones y la represión se extendió no sólo contra los fascistas sino también contra la disidencia interna. Sirva de muestra el proceso contra el POUM [8] y la “desaparición” de su presidente, Andreu Nin.
A pesar de estos excesos, la reconstrucción del Estado permitió que, desde mediados de 1937, la mayoría de los detenidos pasaran a disposición judicial con todas las garantías procesales y que el cumplimiento de las sentencias de muerte requiriese el visto bueno del Consejo de Ministros. Sólo hacia el final de la guerra, en una situación de desbandada y descontrol total, se volvieron a producir algunos asesinatos.
LA REPRESION FASCISTA
A diferencia de lo sucedido en la zona republicana, la represión formó parte, desde el primer momento, de la estrategia diseñada por los sublevados para alcanzar el poder[9] y se centraría fundamentalmente en cargos políticos republicanos, militares leales a la República, intelectuales, dirigentes políticos, sindicales y líderes obreros y de las casas del pueblo de las localidades que ocupaban o que dominaban desde un primer momento.
En las zonas proclives a la rebelión y rápidamente dominadas por los sublevados, se instauró un régimen de terror indiscriminado para evitar que el enemigo pudiera organizar la resistencia. Buena prueba de ello fue lo sucedido en Navarra, Mallorca, Soria, La Rioja … sólo en esta última se produjeron más de 2000 asesinatos. En estas zonas, la Falange asume, con el beneplácito militar, la responsabilidad de llevar a la práctica las consignas fascistas.
Mientras, Queipo de Llano y Franco organizan la limpieza de la retaguardia según avanzan sus fuerzas. Se producen sacas con el consentimiento del mando militar, y hubo fusilamientos en las cunetas, en las tapias de los cementerios y en el extrarradio de los centros urbanos. Se llegó incluso a la quema de cadáveres para evitar el peligro de epidemias.
Conforme la sublevación derivaba en una guerra y las zonas ocupadas se constituían en un nuevo Estado, la represión fue institucionalizándose. La depuración política y la censura alcanzaron todos los niveles y se extendieron a todas las actividades, tanto públicas como privadas. Se pretendió enmascarar esta situación con la emisión de diversos decretos y disposiciones legales, que culminaron con la publicación el 9 de febrero de 1939 de la ley de “Responsabilidades Políticas”. Ley, que ya en su artículo primero violaba uno de los principio irrenunciables del Derecho al sancionar “retroactivamente”: «Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde el 1 de octubre de 1934 y antes de julio de 1936 contribuyeron a crear o agravar la subversión …»
Amparados en estas disposiciones, los consejos de guerra dictaron, en ausencia de cualquier garantía procesal, numerosas sentencias de muerte tomando el relevo a los falangistas y los fusilamientos por rebelión militar se sucederían a lo largo de toda la guerra. Esto no impidió que continuaran los paseos hasta mucho después de acabar la guerra, si bien a una escala muchísimo menor que durante los primeros meses del conflicto. El máximo apogeo se alcanzó con el nombramiento en octubre de 1937 de Severiano Martinez Anido como jefe de Seguridad Interior para la retaguardia[10]. Para completar el cuadro, los sublevados extendieron la represión al frente, principalmente con el bombardeo de la aviación sobre objetivos civiles, como Guernica o Granollers.
Una vez finalizada la guerra, el proceso de “normalización” continuó desarrollándose. A partir de las denuncias efectuadas por cualquier vecino[11] o de las pesquisas realizadas por los servicios de investigación de la Falange, la Guardia Civil o la propia Falange procedían a la detención del sospechoso. El detenido, si sobrevivía al interrogatorio, comenzaba un rosario de instrucciones sumariales para finalizar delante de un consejo de guerra, normalmente masivo, donde el defensor – militar – poco o nada podía hacer salvo pedir clemencia. Si le declaraban culpable y era condenado a muerte, el reo era trasladado a la cárcel donde, de madrugada, se efectuaban las sacas. Igual suerte corrieron muchos de los que, confiados por la propaganda fascista[12], volvieron de Francia tras la finalización de la guerra. Militares leales a la República y dirigentes de los partidos políticos y sindicales fueron los principales objetivos durante la posguerra.
En definitiva …, la represión se consolida, bajo cobertura legal, como instrumento político para asegurar y defender el nuevo Estado, siendo las propias autoridades las que inician y extienden el terror por toda España como medio para alcanzar sus objetivos políticos.
[1] La cuantificación de las víctimas sigue siendo hoy cuestión de debate entre los historiadores.
[2] Lo sucedido en esta región merece, por sus particularidades, un estudio aparte.
[3] Cerca de 7000 religiosos fueron asesinados
[4] Entre otros muchos, cabe destacar las actitudes de Melchor Rodríguez, Julián Zugazagoitia, Joan Peiró y Lluis Companys cuyas intervenciones salvaron de la muerte a numerosas personas.
[5] Por ejemplo, el 90 % de los asesinatos cometidos en Cataluña se produjeron entre julio y diciembre de 1936.
[6] Servicio de Investigación Militar cuyos centros de detención, conocidos con el nombre de «chekas», han pasado a la historia como sinónimo de terror.
[7] Los aparatos policiales fueron alcanzando una gran autonomía y llegaron a constituir casi un Estado dentro del Estado
[8] Partido Obrero de Unificación Marxista
[9] La instrucción reservada nº 1, firmada en Madrid el 25 de mayo de 1936, dirigida a los futuros jefes del pronunciamiento decía: “Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no adictos al Movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”. Una vez iniciada la revuelta en Pamplona, Mola insiste: es necesario propagar una atmósfera de terror (…).
[10] Fue tal la dimensión alcanzada por el terror que desde las propias filas franquistas fue considerada la situación como intolerable.
[11] Las delaciones eran consideradas como un deber patriótico.
[12] La propaganda rezaba así: «si no has manchado tus manos con delitos comunes ven. Franco te ofrece la paz, trabajo, pan y justicia. Si nos has cometido crímenes, no tienes que temer. La España Nacional es justa y generosa. La España nacional ampara al prisionero que no ha cometido crímenes»